Esto me pasa cuando me atraganto de vocabulario inservible, cuando no tengo nada que decir que pueda ser dicho.
Esto me pasa cuando se me van las manos escribiendo en el aire, cuando respiro letras transoceánicas y no sé en qué criptograma se han situado, en el fondo de qué entretela.
Pasé por debajo del puente sin intención de grandes arrebatos.
Así es como lo veo.
Un inicio práctico, hasta con algún igual ni siquiera. Un trayecto de esos que me despiertan la savia conversacional. Unos días de avance hacia tiempos de flores en el desierto. Unas noches de me voy pronto y de yo me quedo.
Entonces, un momento de gloria, un par de segundos que se quedan parados, notas de color rojo sobre nuestras cabezas, crepitar, estallido, un respirar unísono de luz, nos absorbemos los excesos y no decimos nada hasta mucho después.
A medida que andamos, ahora sobre el puente que se tiende, se nos van agotando los discursos y buscamos cosas que prometer como pateras o como espérate un poco más antes de irte o como dejar algo pendiente o me rajo la manga con la silla o no como o me pido otro zumo y un café y si tú quieres y tenemos que irnos.
Vale, sin pensarlo, perdiéndonos y, sin querer, casi llegando al mar o a dar la vuelta y que no pase nada más, que podamos quedarnos, perder todos los vuelos, quedarnos para algo. Pese a todo en los cuerpos anudados sólo se nos salen los ojos de las órbitas.
Adiós entonces.
Nos levantamos, esto ya está.
Íbamos a abrazarnos en un abrazo rápido cuando el mundo se fue y nos dejó fuera de todo y fuimos acogidos el uno por el otro y fuimos cosa única y nos balanceamos perdiendo el equilibrio, eclipsándonos, licuados, a isla dos.
Ahora me crujes en el pecho como una castaña asada.