Los olivos de Bil’in
Hace dos años que cada viernes se celebra en la aldea de Bil’in, cerca de Ramalah, una manifestación en la que participan palestinos, israelíes que están contra la ocupación y movimientos pacifistas internacionales.
El viernes, 22 de diciembre, pude ver a los hombres y los niños de Bel’in recorrer el camino que separa la aldea de la barrera israelí, una ruta en la que se alternan los árboles y las torretas de vigilancia.
Con un cielo negro, a las doce del mediodía, gritaban un puñado de banderas palestinas.
No se puede entender lo que les está pasado si no se les ve así de cerca, si no se escuchan estas pisadas.
Este pueblo ha perdido la mayor parte de sus olivares, su principal recurso económico, que ha pasado a manos israelíes merced a una valla que ha seccionado más de un 50% de sus tierras.
El viernes, 22 de diciembre, pude ver a los hombres y los niños de Bel’in recorrer el camino que separa la aldea de la barrera israelí, una ruta en la que se alternan los árboles y las torretas de vigilancia.
Con un cielo negro, a las doce del mediodía, gritaban un puñado de banderas palestinas.
No se puede entender lo que les está pasado si no se les ve así de cerca, si no se escuchan estas pisadas.
Los manifestantes llegan a la valla, se enfrentan a los soldados con ramas de olivo en las manos, les están recordando que esas tierras son suyas, que los frutos que recogen son los que ellos y sus padres han sembrado, que no permitirán que un muro les encierre para siempre hasta que sean olvidados.
Algunos chavales se quedan rezagados y lanzan piedras a los soldados que les responden con gases lacrimógenos y balas de goma en una desigual, trágica y desesperada batalla. Veo las hondas en las manos de los niños que nacen con las piedras puestas, que tienen la visión palpable del enemigo. Me llega el picor de los gases a los ojos y a la garganta pero no veo que ninguno de ellos suelte una sola lágrima.
Conocí allí a una mujer argentina de 72 años, me contó que vivía a caballo entre Tel Aviv y Suiza y que siempre que le era posible acudía a esa cita frente a los soldados porque lo cree de justicia, porque éste es ahora su pueblo y a él se suma, porque esta manifestación no es más que la pregunta estéril de un pueblo asediado.
Hay una casa pegada a la alambrada, su dueña amanece cada día rodeada de soldados. Las tierras que eran de su familia son ahora de los israelíes y se lo recuerdan desde el borde mismo de su jardín. Su hija pone música para no escuchar los disparos y hasta me enseña unos pasos de danza. Así es la vida de entreverada. Ambas saben muy bien lo que es sobrevivir.
Mientras, en la manifestación, se arrancan trozos de alambrada, se lanzan a un simbólico vertedero del apartheid. Un trozo menos de cercado.
Alguien se sube a la valla. Alguien salta al otro lado. Alguien golpea con piedras y el sonido metálico parece un grito.
Después de un par de horas la gente vuelve a casa.
Los chicos continúan escondidos entre los olivos,
las piedras sobrevuelan,
los soldados responden desde sus puestos.
La tormenta no llega a descargar y se nota en el cielo el peso de la lluvia no caída.
A mediados de este mes de enero la tensión aumentó en la zona y se dispersó violentamente a los manifestantes.
Muchos vecinos de Bil’in resultaron heridos.
Alguien se sube a la valla. Alguien salta al otro lado. Alguien golpea con piedras y el sonido metálico parece un grito.
Después de un par de horas la gente vuelve a casa.
Los chicos continúan escondidos entre los olivos,
las piedras sobrevuelan,
los soldados responden desde sus puestos.
La tormenta no llega a descargar y se nota en el cielo el peso de la lluvia no caída.
A mediados de este mes de enero la tensión aumentó en la zona y se dispersó violentamente a los manifestantes.
Muchos vecinos de Bil’in resultaron heridos.
La sangre se me enciende.
¿Dónde está la justicia?
¿Dónde la razón en medio de tanta locura?
¡Y que aún haya gente que crea que todo se arregla con pistolas y muros!
Besos